Aprendido el peso del silencio y
el horror de una ciudad vacía -llena de gente-, vacía; debo confesar que sigo
siendo esa niña asustada contra el muro. Contra aquel muro, un muro cualquiera
en que su mano me decía: <<tócame donde me gusta>>. Y así fui
creciendo en la consolidada idea de que yo era la que obedecía, y él era el que
sentía mi mano. Da igual quién fuera, eran muchos y todos similares. Esta es la
forma que tuve de conocer la ciudad, de saber que ahora la ciudad me debe, lo
que yo no pude exigirle a ese muchacho: carne, agua salada, improperios de
néctar diluyente, esculturas bellas, rincones a los que jamás volvería a entrar
con un gorrión entre los párpados. Esta es la forma que tengo de conocer lo más
costoso, que no fue, no hubo. Uno está
tan lento, tan esquivo cuando no entiende el amor, cuando no entiende la
obsesión imparcial y enamorada. Lo que yo supe, lo que yo, con dos letras bien
forzadas, fue la noche fue mi sílaba. Esa era la única verdad. Mi sílaba, mi
verbo, la forma de conjugarme en la ciudad quebrada. Porque muchas veces dije: <<odio
la palabra "amor", "corazón", jamás pondré amor en un poema>>.
Y, sin embargo, no solo amor, corazón, no solo tus ojos o el aire están en todo.
También la lluvia que no me diste, también el dedo que no me dejó tocar la
silueta, todas las veces que te escribí unos versos, y nunca esta respuesta.
Diana Forte.