jueves, 29 de octubre de 2015



NADIE VUELVE NUNCA


De repente, todo el escenario que los envolvía cambió. La bulliciosa ciudad se convirtió en un mar azul de silencio. Los rostros, similares entre sí, tornaron su color natural a la palidez de un zafiro alumbrado por la luna. Las calles sucias, los puestos de comida aceitosa y chorreante, las luces de las farolas recién encendidas; todo se bañó de un halo azul mortecino. Aquel organismo vivo en constante cambio, se había trasformado en un cuadro de Van Gogh. 
Sintieron frío. Sintieron llanto. Sintieron la melancolía lamiendo todos los rincones de sus recuerdos compartidos mientras el sol añil moría entre los rascacielos; y sus brazos, los brazos de dos desconocidos que ahora tenían algo que contar, algo importante, se entrelazaban entre chaquetas y bolso y pañuelo y tristeza. Una mirada suplicante, una sonrisa a media mejilla y jamás volvieron a verse.

Aquella noche toda la habitación del hotel se transformó en un glaciar siniestro. Y él supo, desde ese mismo instante, que Tokio, cargada de cemento, poderosa, no podría nunca más volver a pintarse de otro color que no fuera el azul de las cosas efímeras. De las despedidas. De la realidad.


Nadie vuelve nunca de los viajes. 


Diana Forte.

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