viernes, 18 de septiembre de 2015






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Hace ya cuatro años entrené por primera vez para correr una media maratón. Siempre había hecho deporte, pero nunca un deporte tan sufrido y de resistencia como es este. Para conseguirlo, conté con la paciencia de mi padre, mi entrenador personal, que durante tres meses hizo a la par de motivador y sargento de hierro de una meta que yo no vi nunca muy clara, pero que él, ya experto en esto de las carreras de largas distancias, supo que podría terminar con esfuerzo y voluntad.

Pues bien, durante aquellos entrenamientos, para mi bastante duros según qué días, mi padre no únicamente se dedicaba a darme largas charlas sobre mi inconstancia y mi falta de disciplina, sino que en muchas ocasiones dijo cosas que aún hoy se vienen a la punta de mi lengua y mis ojos cada vez que paso momentos duros.

Recuerdo en concreto una mañana de abril que teníamos que hacer 14km. Era la primera vez que iba a hacer dicha distancia y, sinceramente, mi cuerpo aún seguía bailando en el bar de la noche anterior. Sin embargo, allí estábamos, la extraña pareja una vez más apretando firmes las cordoneras y las ganas.

Ya en la ida tuve que parar varias veces. El calor, la cabeza, la sed, las piernas, todo iba en mi contra. Recuerdo el momento exacto en que, cuando apenas nos quedaban 3km para llegar al 14, le dije a mi padre: "No puedo". Aquella frase no le gustó demasiado, pero aún así, con su paciencia marcial, me respondió calmado que me sentase y respirase y que, en unos minutos lo volviese a intentar. No obstante, en esos segundos, mi quejumbroso cuerpo solo pensaba en una cosa: "No. No, no, no, no y no". "No quiero sufrir más. Mi cuerpo no puede. No quiere. No quiero más." Así que, con la mente nula, volví a repetir a mi padre aquellas palabras que tanto le molestaban.

-Tenemos que volver. Tú vuelve andando si quieres. Nos vemos en casa.- dijo con la rabia típica de alguien que no entiende qué está sucediendo.

- Pues vale. Iré andando.- respondí enrabietada.- Es que no sé por qué te pones así.

Mi padre, sin decir nada más, salió corriendo en dirección contraria (todo ello después de haber alcanzado ambos los 14km) Yo, obcecada y sin fuerzas, vi como mi entrenador abandonaba cualquier esperanza de que pudiera regresar a su ritmo. Sin embargo, lo hice; jadeando como un animal moribundo, sudando y con los pies a 35º grados, pero lo hice. Metí un sprint y le alcancé.
Y fue en ese momento, cuando su cara cambió y empezó a contarme una historia...

-¿Sabes quién es Edurne Pasaban?.- preguntó mi padre con la vanidad que a veces da la experiencia.

-No, pero ahora mismo me da igual.- el corazón empezaba a subir a otras zonas de mi cuerpo muy lejanas del pecho.

-Pues no debería. Edurne Pasaban fue la primera española que coronó el Everest sin oxígeno y sola.

Silencio.

- ¿Y sabes qué? Leí por ahí que cuando estaba bajando de la cima, y todas sus fuerzas habían quedado en la llegada triunfal a la cumbre, tuvo que acampar. - mi padre hizo una pausa para mirar el reloj- Estaba sola, con síntomas de congelación, a 8.000 metros de altura y sin poder respirar bien. Todo su ser empezó a mandarle un mensaje claro y directo: "si desistes ahora, se acabará tu sufrimiento." Y durante unas horas, su deseo más ferviente fue morir. ¿Quién coño quiere morir, hija? ¿Conoces a alguien mentalmente sano que por propia voluntad desee morir? No. Pero allí, con la montaña hablando fuerte un idioma salvaje, desconocido y poderoso, con los elementos revoltosos e iracundos abriéndose paso en la eterna tarde hasta el cuerpo de un diminuto y tembloroso ser humano, ella deseo con todas sus fuerzas, con las pocas que le quedaban, morir.

-¿Y lo hizo? ¿Murió?.- De repente, había olvidado el sufrimiento y el dolor. Solo podía pensar en esa mujer valiente queriendo desaparecer de la faz de la tierra, anteponiendo su extinción al instinto de supervivencia, a la única cosa que hace que un ser humano se aferre a la vida de una forma irracional.

- No.- sonrió mi padre.- Claro que no murió, porque en ese último segundo, cuando ya se había despedido de todos sus familiares y seres queridos, cuando había dado por perdida la batalla entre ella y la naturaleza, un impulso irrefrenable la hizo levantarse. <<Tienes que bajar. Tienes que hacerlo. Puedes hacerlo.>>.- le dijo una voz más allá de su consciencia. Con los dedos congelados, las fuerzas al mínimo, y boqueando para poder respirar, dio un paso al frente, seguido de otro paso más que se incrustó en la nieve como un grito en la memoria, y continuó. Allí ella: sola, casi abatida y, pese a todo, luchando.

Los ojos se me llenaron de lágrimas.

- Te cuento esto porque 14km no son nada. No son nada comparados con el frío, con el miedo, con el sufrimiento, la altura, el vértigo, la falta de respiración, la propia aceptación de muerte de tu cuerpo. Siempre que quieras rendirte acuérdate de ella, y de sus ganas de dejar de luchar. Pero, especialmente, acuérdate de los momentos de después, en los que, finalmente, se levantó y siguió adelante hasta conseguirlo. No olvides que tu límite está donde tu mente decida.- sentenció mi padre, mientras señalaba una puerta a pocos metros de nosotros gritando.- ¡Por cierto, ya hemos llegado valiente!

- Gracias papá.- fue lo único que pude decir.

Desde aquel día, no ha habido ni un solo momento, en que no haya recurrido a aquella historia cuando he sentido que me faltaban las fuerzas. Porque yo sé, que Edurne Pasaban consiguió superar las barreras mentales y físicas hasta llegar a su objetivo, pero no todos los que, como ella, lo intentaron, tuvieron tanto valor y tanta suerte.

Por eso, hay que seguir hacia delante incluso cuando creemos que ya no podemos más. Hay que seguir por aquellos que realmente si hicieron algo extraordinario, algo sobrehumano. Por todos y cada uno de esos que murieron creyendo en seguir luchando hasta el final, en perseguir un sueño.
Por todos los que, como Edurne, lo consiguieron, y por todos los que descansan eternamente en el bello y estremecedor silencio de la montaña más grande del mundo.

Y sí, finalmente terminé la media maratón. Para muchos no es gran cosa, pero para mi fue algo casi inefable. ¿Y lo mejor? Llegar de la mano con mi padre a la meta y pensar <<Lo hemos hecho. Hemos conseguido superar nuestro sufrimiento. Me has enseñado que puedo realizar sueños extraordinarios>>.












Dedicado a todos los alpinistas que alguna vez coronaron el Everest, porque me han enseñado a engañar a mi mente y seguir luchando. Y a todos aquellos que, me enseñaron que, no siempre se termina, pero se pelea hasta el final. 1996.


Diana Forte.





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